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¿Cómo reaccionó Don Tristán al oír los requisitos de Flora?
1) Buscó latinajos para huir de la conversación.
2) Expuso un discurso preparado para rechazarlo todo.
3) Se hizo portavoz de sus abogados.
4) Se puso blanco como el papel.
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La autoridad se enojó antes de que Flora hubiera abierto la boca en público. Al día siguiente de su llegada, el comisario de Toulon, un barbudo cincuentón oloroso a lavanda, se presentó en su hotel y la interrogó media hora sobre sus intenciones en la ciudad. Cualquier acto que subvirtiera el orden público sería sancionado con energía, le advirtió. Y, horas después, le llegó una citación del procurador del rey para que compareciera en su despacho.
— Dígale a su jefe que no iré — estalló, indignada —. Si he cometido un delito, que me haga arrestar. Pero, si quiere intimidarme y hacerme perder tiempo, no lo conseguirá.
El ayudante del procurador, un joven de maneras delicadas, la miraba sorprendido e inquieto, como si esta mujer que le levantaba la voz y hacía vibrar un índice amenazador a milímetros de su nariz, pudiera pasar a la agresión física. Así te había mirado, Florita, con la misma estupefacción, el mismo desconcierto y el mismo susto, diez años atrás, en la casona familiar, tu tío don Pío Tristán, días después del primer encuentro, cuando por fin tú y él abordaron el espinoso tema de la herencia. Don Pío, elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules, tenía muy bien preparada su argumentación. Luego de un amable preámbulo, abrumándote de latinajos y citas leguleyas te hizo saber que, como hija ilegítima de padres cuya unión carecía, según confesión tuya en carta a el, de toda legalidad comprobable, no podías aspirar a recibir ni un centavo de la herencia de su querido hermano Mariano.
A ti, conocer en persona a este hermano menor de tu padre, cuyos rasgos recordaban tanto los de éste, te emocionó hasta las lágrimas. Te abrazaste a tu tío, temblando; te sentías feliz de recobrar a tu familia paterna, de tener, gracias a ella, un calor y una seguridad que desde tu infancia no habías conocido. ¡Lo decías y lo sentías, Florita! Y el tío Tristán se emocionó también en apariencia, abrazándote y murmurando:
— Dios mío, si eres el vivo retrato de mi hermano, hijita.
Pero, cuando, por fin, Flora le expuso sus anhelos de ser reconocida como hija legítima de don Mariano y de recibir, como tal, del legado de su abuela y de su padre, una renta de cinco mil francos, don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, en portavoz inflexible de la norma legal: las leyes debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba.
Entonces, Flora estalló en uno de esos arrebatos como el que, en Toulon, acababa de hacer partir, pálido, casi huyendo, al joven ayudante del procurador del rey. ingrato, innoble, avaro, ¿así pagaba los desvelos de don Mariano, que lo cuidó, protegió y educó allá en Francia? ¿Abusando de su hija desvalida, desconociéndole sus derechos, condenándola a la miseria, siendo él un hombre riquísimo? Flora levantó tanto la voz que don Pío, blanco como el papel, se dejó caer sobre un sillón. Parecía anulado y mínimo en esa sala de paredes guarnecidas de retratos de sus antepasados, altos funcionarios y validos de la administración colonial. Más tarde, le confesó a Flora que, en sus sesenta y cuatro años de vida, era la primera vez que había visto a una mujer insubordinarse de ese modo y faltar así el respeto a un páter familias.

¿Cómo pasaba El Ruso sus días en el barrio?
1) Deambulaba por las calles y parques sin motivo alguno.
2) Andaba por la manzana mirando muy atentamente todo lo que había a su alrededor.
3) Recorría el barrio y se emborrachaba por ahí.
4) Frecuentaba la tienda de whisky.
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Por otro lado, у siempre en el centro de una nube de silencio había un hombre, guapo y huraño, de quien apenas podíamos decir dos palabras a ciencia cierta. Solíamos verlo en El Maño, una bodeguilla de la calle General Varela. Andaba siempre solo, sin afeitar, hacía girar su vaso apoyado en la barra; encendía cigarrillos sin filtro mirando despacio todo lo que había a su alrededor, barriles, calendarios, etiquetas de botellas, cada día lo mismo, como si no lo supiese todo de memoria.
Empezamos a llamarlo entre nosotros El Ruso porque tenía cara de refugiado, de haber llegado huyendo de algún confín remoto, con visados falsos y podrido de recuerdos. Su gabardina tenía enganchones y puntos corridos que remitían a alambradas en la nieve, a fronteras de bruma entre países imposibles, perdidos en el frío de las estepas del Este.
Cuántas de esas tardes de nada que hacer llegamos a evocarlo sumergido en un pantano para hacer perder su rastro a los perros adiestrados, o encogido entre la maleza, inmóvil como una piedra, mientras soldados con abrigos largos y gorros de piel hacían girar un foco en su búsqueda desde lo alto de una desvencijada torreta de madera. En decenas de películas creíamos haber visto las estaciones de ferrocarril donde él logró burlar las vigilancias, los escondrijos donde guardaba enterradas joyas y pistolas. Lo imaginábamos subiendo y bajando de trenes en marcha, vadeando los ríos, haciéndose pasar por alemán, dejando embarazadas a las granjeras polacas en cuyos palomares pasaba escondido las noches de tormenta.
Desde su llegada al barrio había un aliciente más para recorrer esas cuatro calles en las que crecimos, doblar una esquina y encontrarlo, poderlo seguir durante unas cuantas manzanas hasta verlo alejarse en un autobús o bajar a deshora las escaleras de una whiskería.
Ninguno de nosotros se atrevió nunca a dirigirle la palabra, pero de alguna manera él representaba la posibilidad de una vida distinta y auténtica, él era los mares y la niebla, era a un tiempo Dresden y el puerto de Marsella, Europa entera bajo la lluvia, era un pasaporte manoseado y un revólver a punto en el cajón de la mesilla. Todo lo que nosotros podríamos llegar a ser con un poco de suerte, a pesar de que todo, absolutamente todo a nuestro alrededor, nos lo estuviera negando a cada instante: aquellos otoños de academias mal iluminadas, los boletines de notas, el aburrimiento, la cena en casa a las diez en punto. El Ruso únicamente necesitaba pasar de largo con las manos en los bolsillos para remover todo eso y hacer estallar en nuestra cabeza los sueños más locos y veloces. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, prometiendo un futuro tan amplio y luminoso como aquellas avenidas anchas del centro. No necesitábamos hablar con él, su sombra era bastante.
El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana un furgón gris se había llevado al Ruso y tuvimos que hacernos a la idea de que nuestro misterioso espía, cuya sola silueta entre los árboles nos hablaba a diario de la posibilidad de vivir, no pasaba de ser un esquizofrénico de mente insondable que deambuló por hospitales hasta llegar aquí, tirando a base de drogas y subsidios. Su gabardina no conoció las lluvias de Chicago, sino los almacenes de ropa usada; no había documentos falsificados bajo su colchón, en todo caso una triste petaca de ginebra.

¿Cómo se relacionaban el maestro y el protagonista?
1) Estaban dispuestos a matarse uno al otro en cuanto se vieran.
2) Sentían bastante hostilidad que no perdían ocasión de profesar.
3) Se comunicaban como un maestro y un alumno.
4) No soportaban uno al otro y evitaban los encuentros.
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El día de mi dieciséis cumpleaños conjuré la peor de cuantas ocurrencias funestas había alumbrado a lo largo de mi corta existencia. Por mi cuenta y riesgo, había decidido organizar una cena de cumpleaños e invitar a Barceló, a la Bernarda y a Clara. Mi padre opinaba que aquello era un error.
— Es mi cumpleaños — repliqué cruelmente. Trabajo para ti todos los demás días del año. Al menos por una vez, dame el gusto.
— Haz lo que quieras.
Los meses precedentes habían sido los más confusos de mi extraña amistad con Clara. Ya casi nunca leía para ella. Clara rehuía sistemáticamente cualquier ocasión que implicase quedarse a solas conmigo. Siempre que la visitaba, su tío estaba presente fingiendo leer el diario, o la Bernarda se materializaba trajinando por el foro y lanzándome miradas de soslayo. Otras veces, la compañía venía en forma de una o varias de las amigas de Clara. Yo las llamaba las Hermanas Anisete, siempre tocadas de un recato y un semblante virginal, patrullando las proximidades de Clara con un misal en la mano y una mirada policial que mostraba sin tapujos que yo estaba de sobra, que mi presencia avergonzaba a Clara y al mundo. El peor de todos, sin embargo, era el maestro Neri, cuya insausta sinfonía seguía inconclusa. Era un tipo atildado, un niñato de San Gervasio que pese a dárselas de Mozart, a mí, rezumando brillantina, me recordaba más a Carlos Gardel. De genio yo sólo le encontraba la mala baba. Le hacía la rosca a don Gustavo sin dignidad ni decoro, y flirteaba con la Bernarda en la cocina, haciéndola reír con sus ridículos regalos de bolsas de peladillas y pellizcos. Yo, en pocas palabras, le detestaba a muerte. La antipatía era mutua. Neri siempre aparecía por allí con sus partituras y su arrogante ademán, mirándome como si fuese un grumetillo indeseable y poniendo toda clase de reparos a mi presencia.
— Niño, ¿tú no tienes que irte a hacer los deberes?
— ¿Y usted, maestro, no tenía una sinfonía que acabar?
Al final, entre todos podían conmigo y yo me largaba cabizbajo y derrotado, con el alma helada, deseando haber tenido la labia de don Gustavo para poner a aquel engreído en su sitio.
El día de mi cumpleaños el señor Barceló se había tenido que ausentar de la ciudad y Clara se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con el maestro Neri.
Bajé las escaleras con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la calle bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y la mirada me temblaba. Eché a andar, ignorando al extraño que me observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía el traje oscuro, su mano derecha enfundada en el bolsillo de la chaqueta. Sus ojos dibujaban briznas de luz a la lumbre de un cigarro. Cojeando levemente, empezó a seguirme.
Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montju'ic y la ciudad de los muertos. A veces yo saludaba con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos en una golondrina, aunque yo sabía que él a veces iba solo.

¿Qué reacción le provocó esta casa al chico?
1) Le dio asco.
2) Sintió un gran asombro.
3) Tuvo miedo y acudió a su padre.
4) Le dio igual.
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Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al portal. Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul. Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
— Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de tímeles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía sécreta de alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias.
— Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quienes lo crearon. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí.
Nuestras miradas se encontraron brevemente. No supe qué contestar. Mi padre entornó la mirada, como si buscase algo en el aire. Miradas o silencios, o quizá a mi madre para que corroborase sus palabras.

La protagonista vino preocupada a casa de su hija Ilaria porque …
1) quería visitarla de vez en cuando.
2) quería controlarla.
3) necesitaba establecer la relación perdida hace tiempo con ella.
4) necesitaba informarse de sus estudios.
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Cuando Ilaria llevaba seis años en la universidad me preocupó un silencio más prolongado que los anteriores, y cogí el tren para ir a verla. Nunca lo había hecho desde que estaba en Padua. Cuando abrió la puerta se quedó aterrorizada. En vez de saludarme, me agredió: «¿Quién te ha invitado? – y sin darme siquiera el tiempo de contestarle, añadió: Deberías haberme avisado, justamente estaba a punto de salir. Esta mañana tengo un examen importante». Todavía llevaba el camisón puesto, era evidente que se trataba de una mentira. Simulé no darme cuenta y le dije: «Paciencia, quiero decir que te esperaré, y después festejaremos juntas el resultado». Poco después se marchó de verdad, con tanta prisa que se dejó sobre la mesa los libros.
Una vez sola en la casa, hice lo que cualquier otra madre habría hecho: me di a curiosear por los cajones, buscaba una señal, algo que me ayudase a comprender qué dirección había tomado su vida. No tenía la intención de espiar, de ponerme en plan de censura o inquisición. Sólo había en mí una gran ansiedad y para aplacarla necesitaba algún punto de contacto. Salvo octavillas y opúsculos de propaganda revolucionaria, no encontré nada, ni un diario personal o una carta. En una de las paredes de su dormitorio había un cartel con la siguiente inscripción: la familia es tan estimulante y ventilada como una cámara de gas. A su manera, aquello era un indicio.
Ilaria regresó a primera hora de la tarde. Tenía el mismo aspecto de ir sin aliento que cuando salió. «¿Cómo te fue el examen?», pregunté con tono más cariñoso posible. «Como siempre –y, tras una pausa, agregó: ¿Para esto has venido, para controlarme?» Yo quería evitar un choque, de manera que con tono tranquilo y accesible le contesté que sólo tenía un deseo: que hablásemos un rato las dos.
«¿Hablar? –repitió incrédula. Y, ¿de qué?»
«De ti, Ilaria», dije entonces en voz baja, tratando de encontrar su mirada. Se acercó a la ventana, mantenía la mirada fija en un sauce algo apagado. «No tengo nada que contar; por lo menos, a ti. No quiero perder el tiempo con charlas intimistas y pequeñoburguesas». Después desplazó la mirada del sauce a su reloj de pulsera y dijo: «Es tarde, tengo una reunión importante. Tienes que marcharte». No obedecí: me puse de pie, pero en vez de salir me acerqué a ella y cogí sus manos entre las mías. «¿Qué ocurre? –le pregunté. ¿Qué es lo que te hace sufrir?» Percibía que su aliento se aceleraba. «Verte en este estado me hace doler el corazón –añadí. Aunque tú me rechaces como madre, yo no te rechazo como hija. Querría ayudarte, pero si tú no vienes a mi encuentro no puedo hacerlo». Entonces la barbilla le empezó a temblar como cuando era niña, y estaba a punto de llorar, apartó sus manos de las mías y se volvió de golpe. Su cuerpo delgado y contraído se sacudía por los sollozos profundos. Le acaricié el pelo. Se dio la vuelta de golpe y me abrazó escondiendo el rostro en mi hombro. «Mamá –dijo–, yo ... yo ...»
En ese preciso instante se oyó el teléfono.
–Deja que siga llamando –le susurré al oído. Como conocía su fragilidad, estaba preocupada.
–No puedo –contestó enjugándose las lágrimas.
Cuando levantó el auricular su voz volvía a ser metálica, ajena. Por el breve diálogo comprendí que algo grave tenía que haber ocurrido. Efectivamente, en seguida me dijo: «Lo siento, pero realmente ahora debes marcharte».
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